Banyuwangi y el fuego azul del volcán Ijen

El volcán Ijen, de 2.799 metro de altura, y su famoso fuego azul atrae a miles de turistas cada año, pero también esconde el horror de un trabajo inhumano provocado, directa o indirectamente, por la sociedad consumista. Se encuentra en una meseta volcánica del extremo este de la isla de Java, llena de plantaciones de café, y que también incluye el volcán Raung, de más de 3.332 metros de altura. Banyuwangi es la ciudad más cercana, a menos de 50 kilómetros de distancia, que sirve también como puente para cruzar a la isla de Bali, o llegar desde ella.

La pesada carga que transportar desde el interior del Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.


Dormitaba medio tumbado en los tres asientos de la última fila del autobús que salió desde Solo, cuando alrededor de las cuatro de la noche me despertaron para decirme que se había roto el motor y debíamos cambiar de vehículo. El primer shock vino cuando vi que éste era un autobús local y no de larga distancia, con asientos duros e incómodo, poco espacio para las piernas, sin ventanas, considerablemente más pequeño y lleno de personas, parando constantemente para subirlas o bajarlas, y que fumaban sin cesar a mi lado. Evidentemente, no volví a dormir más.  

Sobre las 7:30 de la mañana llegamos a la estación de una gran ciudad donde todos los pasajeros bajaron, y al preguntarle al conductor ¿Banyuwangi? y contestarme que sí, yo también lo hice. Pero había algo que no me cuadraba, la hora de llegada. Con la avería y un trayecto mucho más lento desde entonces, era raro haber llegado a la hora prevista originalmente. Así que pregunté a alguien que ya se había dirigido a mí para intentar que subiera a su autobús, y el segundo shock vino cuando me confirmó que aquello era Jember, a unas cuatro horas de viaje de Banyuwangi

Volví a entrar en la estación, y con mi billete de la compañía Mira en la mano, volví a preguntar. Me contestaron que allí no paraban esos autobuses, y que subiera a alguno de los que allí había por otras 30.000 rupias. Descarté esa opción por el momento, porque, como siempre, no hay que fiarse de la palabra de las personas que trabajan en el sector turístico. Y cuando estaba saliendo, vi al final de la estación un autobús de la compañía que buscaba, con la suerte de que el conductor lo estaba limpiando por fuera. No hablaba inglés, pero fue suficiente el gesto que me hizo de que debía salir fuera y girar a la derecha en la primera calle. Como siempre, no hay que fiarse de la palabra de las personas que trabajan en el negocio turístico

No encontré nada, pero sí una pequeña estación de otra compañía privada, donde el encargado hablaba un excelente inglés. Me comentó que la oficina de Mira estaba a diez metros, pero que en el cartel había más nombres, por eso no la encontré. Aún estaba cerrada, así que le pregunté si podría esperar allí, y me contestó que podría quedarme cuanto quisiera si me sentía inseguro, pues había visto que los moscones de otros autobuses iban detrás de mí. Inseguro no, pero al menos estaría más tranquilo. Charlamos un buen rato, y me recomendó un restaurante local justo en frente para desayunar, donde por 15.000 rupias pude comer y repetir lo que quise. Incluso me guardó la mochila grande mientras tanto. Me da rabia no recordar su nombre o haberlo escrito en mis notas aquel día.

Con el hombre que me ayudó en Jember. Banyuwangi. Febrero 2016.

En la oficina de Mira tuve que comunicarme con el encargado a través del traductor de Google de su ordenador. Y después de que llamase a su superior, que apareció al rato, conseguí que me subieran a otro autobús local hacia Banyuwangi sin pagar nada más. Eso sí, el trayecto duró otras cuatro horas y media, por lo que fueron ¡17 horas en total! desde que saliese la noche anterior de Surakarta.  

Banyuwangi


Ya era tarde cuando llegué a Banyuwangi, por lo que estaba hambriento. Pedí que me dejaran en el centro, y comí en el primer sitio que vi. Pregunté si había algún hostal por allí, y no conocían ninguno, pero la dueña me escribió en una nota el nombre de dos hoteles. Creyendo que estarían cerca, comencé a caminar en la dirección que me indicó, pero no llegué hasta una hora después, y tras preguntar unas diez veces a otras personas. Las habitaciones baratas estaban todas ocupadas en el primero, y las del segundo no me hicieron gracia. 

Entré en una peluquería de mujeres para preguntar dónde podía encontrar un hostal por la zona, y el hermano de la dueña se ofreció a llevarme entonces en su motocicleta a uno que había a unos 300 metros. También estaba completo, y fue entonces cuando me dijo que podría quedarme gratuitamente en su casa, en el piso superior de la peluquería. Casi no tuve tiempo de pensarlo, porque directamente me guió hasta allí, donde había dos habitaciones, la suya y la de su hermana, y un baño. Así que finalmente acepté muy agradecido. Supongo que quería practicar su inglés, porque estuvimos hablando más de una hora, e incluso su tía subió a conocerme y charlar. 

Con Robbert en su casa. Banyuwangi. Febrero 2016.

Le conté mi idea de alquilar una motocicleta y subir al volcán Ijen durante la noche, y después ir directamente al puerto de Ketapang para cruzar a la isla de Bali. Me dijo que tenía un amigo que podría llevarme, y le llamó para que viniese. Apareció Riski, hablamos y apalabramos un precio de 200.000 rupias por llevarme al volcán, esperarme y llevarme luego al puerto. Iríamos con dos motocicletas, yo con Robbert, y él llevándome la mochila en la otra. Seguramente podríamos haberlo hecho todo en una, pero Robbert me daba más confianza que Riski, así que me pareció bien la idea.

El precio parecía alto desde el punto de vista del coste de vida en Indonesia, pero dadas las circunstancias, y valorándolo todo, era mi mejor opción. Así que quedamos en que me recogerían a las 00:45 de la noche. Y es que Robbert quiso que durmiese solo en su habitación a pesar de contar con una cama muy grande, porque al contarle que no dormí la noche anterior, prefirió que descansase bien. Él se fue a dormir a casa de Riski, aunque antes le invité a cenar en un local al lado de la peluquería. Eran las 19:30 de la tarde cuando me acosté después de darme una merecida ducha.  
  
Llegaron puntuales, pero en lugar de dos, aparecieron tres motocicletas, con tres amigos extras, lo que no me gustó mucho, porque no sabía si eso modificaba el acuerdo. Desconozco si mi rostro mostraba mi sorpresa y desconfianza. Dicen que la cara es el espejo del alma, y la de Riski no me transmitía mucha confianza. Allí mismo me pidió las primeras 100.000 rupias para poner gasolina a las motocicletas poco minutos después. No pensaba darle el resto hasta el final, e intentaba evitar que me dominasen los pensamientos negativos, centrándome en el paisaje que la escasa luz de la luna en la oscuridad me dejaba ver. De todas formas, si querían atracarme no podría hacer absolutamente nada. El pequeño amigo que iba en la moto con Riski cogió mi mochila grande, que casi era más grande que él, y yo me quedé con la pequeña, a la que moví todo lo importante que tenía la tarde anterior: tablet, cámara, móvil, documentos y el poco dinero suelto que me quedaba.

El volcán Ijen


Después de pasar el poblado de Licin, donde se pueden encontrar hostales para alojarse más cerca del volcán, paramos en una caseta, donde pagué la entrada de las tres motocicletas, 18.000 rupias en total, como un canon por subir un vehículo a la montaña. Los otros dos que iban en la tercera moto no hicieron ademán alguno de meter la mano en el bolsillo y pagar la suya. No me fiaba de ellos, sólo de Robbert, porque no entendía porqué una tercera moto, y temía que luego me pidiesen otras 100.000 rupias, pero intentaba no pensar en ello. La pendiente de la carretera era considerable en algunos tramos, y finalmente llegamos a Paltuding, el campamento base, sobre las 2:20 de la mañana. Robbert me indicó dónde me esperarían por la mañana, y entré a comprar la entrada, 10.000 para los locales y 100.000 para los extranjeros. Como siempre en Indonesia, la regla del diez. 

Comencé la ascensión solo, con la única luz de mi linterna frontal, y al rato comencé a hablar con un chaval local que también caminaba en solitario. Me contó su historia: tenía 29 años y llevaba trabajando allí desde los 15. Tenía dos hijos, y el menor, de tan solo unos meses, estaba enfermo. No podía cargar peso porque tenía un problema de espalda, por lo que sólo llevaba los carros llenos de azufre desde la cima del volcán hasta el campamento base. Por cada kilogramo les pagaban 925 rupias, es decir, una auténtica miseria, unos seis céntimos de euro al cambio. Algunos, como él, trabajaban por la noche para ganar algo más. Comparado con el nivel de vida indonesio, su suelto puede considerarse alto, pero a costa de tener problemas respiratorios, musculares y de espalda siendo aún jóvenes y para el resto de sus vidas.

Pensar que posteriormente ese azufre acaba en las industrias química o de cosmética, por ejemplo, dejando un gran beneficio para las correspondientes compañías, pero a costa de la "vida" de estos trabajadores, me hizo sentir mucha rabia. Es vergonzoso cómo la sociedad consumista creada a nivel global, pero especialmente en los países desarrollados, nos arrastra, sin ni siquiera pensar que esos productos puedan conllevar trabajos inhumanos, o generar incluso conflictos armados, en países subdesarrollados productores de las materias primas.

Paramos unos minutos en la cantidad que hay a medio camino para descansar, y aceptó las galletas de chocolate que le ofrecí. De todas formas, hubo detalles de su historia que parecían no cuadrar, como no llevar ningún carro si era lo único que podía hacer, decirme que sólo dormía ¡una hora al día! desde hace años (lo que ya le hubiese matado de ser verdad), o que llevase varias máscaras anti-gas en su mano. Y ahí estaba la trampa, porque de repente me dijo que me dejaba una de ellas, pues no me dejarían bajar sin ella al interior del cráter, y alquilarlas arriba me costaría mucho más. Muchos turistas locales y extranjeros que nos cruzábamos no las llevaban, y en alguna página leí que no era obligatoria a menos que las condiciones del volcán fueran malas, aunque sí recomendable. Él insistió, y yo le repetí por tres veces que no podría pagarle nada, lo que era cierto, porque me quedaba el dinero justo para comer algo y comprar el billete del ferry hacia Bali, donde podría encontrar más cajeros automáticos. Igualmente me la ofreció diciéndome que eso dependía de mí, lo que significaba que algo esperaba, y que me esperaría al salir.

Comencé entonces el descenso por el interior del cráter (Kawah) del volcán Ijen, que conduce a la zona de explotación minera. El camino era estrecho, empinado, y con rocas por todos lados, y había gran cantidad de humo, vapor y una mezcla de polvo de roca y azufre, por lo que era complicado ver con claridad, más cuando aquello hacía que mis ojos se irritasen. Reconozco que la máscara me vino realmente bien, porque era quitármela por liberarme del agobio que me provocaba, y tener que ponérmela otra vez a los pocos segundos. Me sentía muy torpe bajando. 

También muy avergonzado, como turista y consumidor de lo que anteriormente mencioné, pues frenaba y entorpecía la subida de los trabajadores que portaban cargas increíblemente pesadas sobre sus hombros, de entre ¡70 y 90 kilogramos!, a pesar de apartarme cuando los veía llegar. Leí que consiguen ganar un extra de dinero al fotografiarse con los turistas, e incluso cuando éstos les dan sus cámaras en los días en los que se prohíbe bajar sin máscara y no la tienen. Pero a mí eso me parecía irrespetuoso e insensible, porque supondría hacerles parar, soltar y volver a cargar el peso cuando ya llevan un ritmo, así que no lo hice. Y lo sorprendente es verles bajar literalmente corriendo a por más cuando sueltan su carga al llegar a la cima del cráter. Supongo que son conscientes de que eso sólo durará hasta que les aguante el cuerpo, por lo que intentan ganar cuanto más mejor durante unos años.    

Sentí alivio al llegar al fondo del cráter una hora después, y ver el esperado fuego azul. Éste se produce cuando el gas de azufre, expulsado por el volcán a alta presión y temperatura, de hasta 600 ºC, se inflama al contacto con el aire, provocando esas llamas azules de hasta cinco metros de altura. Al descender la temperatura, el gas se licua, aunque su superficie puede seguir aún en llamas. Este fenómeno, que se produce continuamente, sólo puede apreciarse durante la noche, o cuando las condiciones meteorológicas y del propio volcán lo permiten. De hecho, he visto fotografías en internet donde se ven auténticos ríos de lava azul. En ese sentido, no tuve mucha suerte aquella noche.

El fuego azul en el interior del Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

Era muy complicado realizar buenas fotografías, pero incluyo la de uno de los trabajadores con y sin flash, para que se aprecie, al menos ligeramente, las condiciones de oscuridad en las que trabajan. También fabrican allí mismo pequeños recuerdos de azufre con forma de tortuga o flor, antes de que éste se solidifique, y que venden directamente al turista. Me senté un rato para descansar y contemplar el hipnótico fuego azul, aunque no mucho, porque tenía los ojos realmente irritados. La subida fue más lenta, unas hormigas detrás de otras. 

Tuberías para el azufre líquido en el interior del Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

Trabajador en el interior del Kawah Ijen (oscuridad real). Banyuwangi. Febrero 2016.

Trabajador en el interior del Kawah Ijen (con flash). Banyuwangi. Febrero 2016.

Recuerdos fabricados en el interior del Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

Llegué a la cima del cráter del volcán Ijen justo cuando amanecía, aunque no fue posible ver el sol. El chaval que me prestó la máscara llamó mi atención, pues no me había percatado de que estaba por allí, y se quedó con cara seria cuando sólo le di las gracias y seguí mi camino. Me hubiera gustado darle algo de dinero, pero no llevaba más, y fui honesto con él desde el principio. Y, como ya intuí, ni llevaba carro ni estaba cerca de alguno, que otros trabajadores sí dirigían a esa hora. Su negocio era prestar "gratuitamente" sus máscaras, sin necesidad de esfuerzo físico alguno. 

Fui entonces a la izquierda, rodeando el perímetro del cráter, y siguiendo a lo lejos a otros turistas, imaginando que se dirigían al lugar que quería encontrar. Y, efectivamente, allí estaba, el inmenso lago del cráter Ijen, de color azul turquesa y casi un kilómetro de ancho, y considerado el más ácido del mundo

Carro con el que siguen transportando la carga al llegar arriba del Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

Lago ácido del Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

Lago ácido del Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

No quería hacer esperar mucho al grupo, por lo que inicié el camino de regreso a Paltuding. Entre medias, me crucé con muchos turistas que subían a esa hora, sin saber si eran conscientes de que ya no podrían ver las llamas azules. Se veía un precioso paisaje, donde otro volcán humeante dominaba el horizonte. Probablemente fuese el monte Gunung Raung, con más de 3.000 metros de altura.

Vistas hacia el monte Gunung Raung desde el Kawah Ijen. Banyuwangi. Febrero 2016.

Encontré al grupo tomando un café, y charlé un rato con Robbert sobre cómo fue la noche, mientras uno de los otros hacía chistes a mi costa. Antes de partir, Riski me pidió las otras 100.000 rupias, pero lo hizo diciendo que eran para los otros dos chavales extras que habían aparecido. Lo que temía. Me quedé algo más tranquilo cuando, al dárselas, le dije, afirmando, no preguntado, que con eso ya estaba todo, y el contestó que sí. No obstante, no pude evitar seguir desconfiando durante el viaje, pensando que me pedirían algo más antes de darme la mochila. Pero no pasó, y tanto Robbert como Riski me dieron un abrazo. Me dejaron justo frente a la terminal del ferry de Ketapang hacia Gilimanuk, en la isla de Bali, cuyo billete me costó 6.000 rupias, y que tardó unos 45 minutos en llegar.

Me enfadé conmigo mismo. Me dio rabia haber desconfiado de ellos, a pesar de que la situación a veces invitaba a ello. Cuando viajas tanto tiempo, aprendes a intuir de qué personas puedes fiarte y de cuáles no. Y en Indonesia, con las experiencias previas y las que tuve luego en Bali, estaba justificado. Pero no es cuestión del lugar, porque también las he tenido en España o resto de Europa. Como siempre, lo mejor, y también lo peor, de cada sitio son las personas, y aquel día, sólo me quedaron palabras de agradecimiento para Robbert y Riski. 

En resumen, si no cruzas en avión desde la isla de Java a la de Bali, o viceversa, Banyuwangi es el mejor lugar para descansar, y utilizarlo como lanzadera para visitar el cráter del volcán Ijen, su lado ácido y su famoso fuego azul. Esta última se ha convertido en una visita casi obligada en un viaje por Indonesia, pero hay que ser respetuosos con los trabajadores que explotan la mina, especialmente por la noche.


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